El año pasado, después de dar una charla para padres en una escuela rural, una madre dijo en voz alta: “Sabe, señora, me acabo de dar cuenta que formé un mamón”. Ante mi gesto de sorpresa, la señora continuó: “Uno siempre quiere que los hijos no sufran y que les vaya mejor en la vida de lo que nos fue a nosotros. Siempre pensé que en la medida que pudiera darle todo, tendría más oportunidades que yo.

Desde chiquitito le hice todo”. Ella continuó su relato diciendo que “cuando yo era pequeña, tenía que caminar a mi escuela durante una hora, aunque lloviera y me mojara los pies. Al llegar a la escuela, hacía todo el trabajo que mi profesor me pedía. Al terminar la jornada, volvía nuevamente caminando a mi casa, hacía mis tareas, ayudaba en la casa y las labores del campo e incluso tenía tiempo para jugar con mis vecinos. En cambio, mi hijo se queja todos los días porque tiene que levantarse. Un furgón escolar lo lleva al colegio. No pasa frío, pues viaja con calefacción. Dice que no quiere ir al colegio porque es una lata y no le gusta estudiar… Allá no hace nada, salvo jugar con sus amigos. Cuando vuelve, lo hace en el mismo furgón y tengo que estar detrás de él para que haga sus tareas. No ayuda en la casa, todo lo encuentra aburrido y siempre está cansado. Todo el mundo es culpable, porque nadie lo entiende. Y, por si fuera poco, yo me digo: total, ya crecerá y le tocará asumir responsabilidades, para qué apurar el proceso… Es decir, acabo de entender que crié un mamón”.

¿Qué es un “mamón”?

De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, “mamón” es aquel que mama mucho o más tiempo del regular. ¿Y de quién depende que esto suceda? ¿De nuestro hijo o hija?

Cuántas veces escuchamos a una mamá o papá que dice con ternura: “¡Es tan chiquitito…!”. ¿Cuándo dejan de ser chiquititos nuestros hijos? ¿Cuándo se emparejan o independizan?

¿Evitar el sufrimiento?

Hoy encontramos muchas mamás que no dejan crecer a sus hijos. Los sobreprotegen, “porque hay tantas personas malas…”. Debido a esto, no les entregan las herramientas necesarias para afrontar su propio proyecto de vida, sino que les facilitan la vida pensando que, así, no sufrirán.

En el fondo, si lo pensamos bien, esta actitud es fruto de la falta de confianza en las capacidades de nuestros hijos. Nuestros propios miedos e inseguridades se traspasan a ellos y les impedimos iniciar su propio camino, pues no sólo no tienen las herramientas para afrontarlo, sino que además parten el camino llenos de temores y dudas. Hoy, incluso, podríamos ampliar este concepto a “papón”, ya que los papás han caído en este mismo modo de funcionamiento.

Y esta realidad cruza todos los segmentos socioeconómicos, sin diferencias. Partiendo de la base de que nuestros hijos no sufran lo que nosotros vivimos y añadiéndose la culpa porque trabajamos muchas horas y nunca estamos con ellos. “¿Cómo lo voy a retar o exigir para el poco rato que lo veo?”. Entonces, ¿cómo es posible que constantemente hablemos de la resiliencia como única posibilidad para aquellas personas cuyas circunstancias son más complejas, así como también de emprendimiento? ¿Por qué alabamos a aquellas personas capaces de superarse y alcanzar logros notables que nos enorgullecen como seres humanos, cuando en nuestro día a día practicamos todo lo contrario? ¿Nos gustaría que nuestros hijos fueran los protagonistas de “estas hazañas”…?

Siempre decimos que queremos dejarles un mejor planeta a nuestros hijos, lo que es muy necesario, pero nunca nos planteamos criar mejores hijos para nuestro planeta y, en conjunto, lograr el objetivo.

Tome nota

Recomiendo revisar los siguientes puntos que nos pueden ayudar a no formar un hijo “mamón” o “papón”:

-Crearles hábitos.

-Trabajar sus valores.

-Enseñarles a enfrentar los fracasos y las frustraciones.

-Enseñarles a escuchar.

-Enseñarles a respetar.

-Enseñarles a ponerse en lugar de otro, es decir, ser empáticos.

-Permitirles que crezcan.

-Corregir el mal comportamiento.

-Entregarles responsabilidades: ordenar sus cosas, ayudar en la casa, cocinar, limpiar, etc.

-Fomentarles que sigan las instrucciones que se le han dado. No permitirles no hacer lo que tienen que hacer, simplemente porque no quieren.

-No permitirles que “mandoneen” a los padres.

-No darles a nuestros hijos todo lo que pidan.

-No reírse cuando nuestros hijos digan malas palabras.

-No entregarles dinero siempre que lo pidan.

-No protegerlos sin antes escuchar todas las versiones de los hechos.

-No considerarlos siempre “pequeños” para asumir responsabilidades.

 

Por: Sylvia Langford, sicóloga especialista en desarrollo de la voluntad.